lunes, 14 de abril de 2014

hay que gritar hasta ahogarse, para poder seguir respirando.


La noche y la ciudad.
Las luces de los semáforos y de algunas farolas.
Un semáforo en particular, y también unas baldosas en particular.
Una chica con sandalias, pantalones cortos, camiseta de tirantes.
La lluvia torrencial del verano sobre ella, resbalando por cada mechón de pelo, por el óvalo de su mandíbula, por la curva de sus comisuras, por la línea de sus clavículas.
Limpiando el estrés, la banalidad, la rutina, el dejarse llevar y no romper nunca el molde, no ir a correr de noche, no sentir nada, no gritar cuando lo necesitas, no respirar nunca en mitad del vacío.
La lluvia torrencial y ella, con la mirada perdida, con mi sonrisa de loca preferida.
La adrenalina la rompe de un golpe; se acelera su pulso, se le llenan los pulmones.
Un grito inesperado en mitad de la noche, largo, limpio, alto y atronador.
Mientras, la lluvia sigue besando la tierra.
Después del grito, de nuevo el silencio en mitad de la madrugada mientras ella recobra el aliento.
Y después, su risa: libre y ligera, como la de una niña.
Supongo que alivia sentirse viva.

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