lunes, 11 de agosto de 2014

De la sal y las heridas, de ir a oscuras.

La risa de la torpeza cuando a uno de los dos se le declara la guerra un botón rebelde, una cremallera poco dispuesta a la cooperación, unos pantalones super-skinny que te van como una segunda piel y son igual de difíciles de quitar.
La risa cuando te besa tan bien, pero tanto, tanto, que tropiezas con tus propios pies.
La risa cuando estáis rodando uno sobre el otro, conquistando cada centímetro de sábanas, envueltos en piernas y suspiros y enredados entre nudos de sirena y manos y piel, y perdéis de tal forma la perspectiva que casi caéis al suelo desde la cama (a veces sin el "casi" y entonces reís más fuerte).
La risa cuando gime muy fuerte en tu oído, y te gusta tanto que tienes que recordarle que tienes vecinos, gatos, compañeros de piso, familia...
La risa cuando te muerde un poco demasiado fuerte.
La risa incontenible y avergonzada cuando te acaricia y llega a un rincón inesperado que te hace cosquillas.
La risa cuando te acaricia y lo hace tan bien que tiemblas de timidez, aunque sea la vez número un millón que rodea con las yemas de los dedos tu lunar secreto.
Y en doscientas situaciones más, en que la risa arde salada entre los labios, a medio camino entre el deseo (básico, instintivo, sencillo) y el amor (universal, único, complicado) y que por tanto no se puede describir con palabras.